Gerardo Sanchiz Muñoz, profesor en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno, Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Austral, opinó sobre la reforma de la Justicia que impulsa la Corte Suprema.
Los malos jueces son minoría, pero alcanzan para que la Argentina sea conocida por la impunidad que gozan sus poderosos. También lesionan la seguridad comercial, patrimonial, ambiental, tributaria, previsional. En la Justicia laboral fingen sensibilidad social, y en rigor destruyen empleo. Logran la percepción de “puerta giratoria” que beneficia a los delincuentes, que en realidad sufren la falta de un sistema especializado que focalice en la rehabilitación y limite las reincidencias. En síntesis, están en el origen de la inseguridad física y jurídica que demora nuestro despegue económico-social.
Mientras tanto, disfrutan de privilegios, exenciones impositivas y remuneraciones suculentas, malgastando recursos en burocracia e ineficiencias y haciendo inaceptable la relación costo-beneficio implícita del Poder Judicial. No sorprende que en los sondeos la Justicia aparezca con una imagen tan negativa.
Hace unos días, la Corte Suprema propuso encarar reformas insistiendo en la falta de recursos, la digitalización y otras cuestiones procesales u organizativas. Sin duda que muchos procedimientos inalterados desde el siglo XIX son mejorables. Ahora, el problema de la Justicia argentina es otro, es evidente, pero brilla por su ausencia en la agenda.
Un principio básico que subyace a las normas fundacionales de una república democrática es la igualdad de oportunidades. Así se construyen instituciones autónomas, que sitúan el interés general y la igualdad ante la ley por sobre el poder político o económico. El sistema de mérito materializa esto en la igualdad de acceso a la función pública. El ingreso por mérito propio genera funcionarios sin “padrinos”, promotores imparciales de la legalidad, porque están allí gracias a ella. Además, las escuelas funcionariales fomentan la idoneidad del artículo 16 de la Constitución Nacional, en sentido amplio -integridad, compromiso y competencia-, fortaleciendo la autonomía de criterio. En ningún estamento es esto más trascendente que en el Poder Judicial: sin jueces idóneos, autónomos e imparciales, sencillamente no hay Justicia.
En contraste, nuestro Poder Judicial exhibe nepotismo, elitismo y politización, desde el ingreso directo de los antiguos “meritorios” hasta los desvergonzados nombramientos de jueces federales. El concurso es solo una herramienta, y peligrosa si se usa aislada. El Consejo de la Magistratura se malogró. Ambos van contra una cultura patrimonialista que los terminó desvirtuando.
La Corte Suprema usufructúa de este régimen, dado que influye de manera discrecional en muchos nombramientos y asensos, excediendo, al decir elegante del jurista Alejandro Fargosi, sus atribuciones legales. Además, se sabe que el sistema no se limita a beneficiar a parientes o amigos. Su objetivo real es acumular poder creando una red de lealtades personales que mutan en complicidades cuando se debe garantizar impunidad. Así, la corrupción de algunos jueces no es accidente o desvío lamentable, sino efecto buscado por estas prácticas.
¿Puede la Corte aspirar de buena fe a una Justicia autónoma e imparcial cuando la construye desde sus raíces con padrinazgo e intercambio de favores políticos y materiales? Promover “islas” de mérito por concurso es hipócrita: las manzanas podridas pudren al resto, no al revés. Así, la corrupción fluye y se expande. Si mientras tanto la mayoría de buenos jueces se encierran en la burbuja de sus juzgados, prevalecerán los otros. Y mancillarán el prestigio de todos, como sucede hoy.
Se suele decir, a modo de justificativo, que en nuestro país la cultura del acomodo es inevitable. Esto es falso. En la Cancillería argentina solo se ingresa por concurso anónimo, tras superar ocho coloquios y otros requisitos. Sigue una rigurosa formación profesional de dos años con orden de mérito. Luego, el desempeño es periódicamente evaluado y, aunque a veces la política se entromete, la imparcialidad de los ascensos es recurrentemente controlada por las juntas calificadoras. Ahora, ¿es tanto más importante para el país un diplomático que un Juez de la Nación?
Los ojos vendados de la Justicia debieran simbolizar su imparcialidad. Hoy nos recuerdan la ceguera del Alto Tribunal, negado a reconocer que su mejor contribución sería velar afanosamente por la vigencia estricta y generalizada del mérito, la integridad y el compromiso público, en lugar de distraernos con reformas cosméticas y soluciones parciales.
Por Gerardo Sanchis Muñoz
Profesor en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno, Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Austral
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