Seguramente, las nuevas generaciones de pilarenses que diariamente transitan la calle Rivadavia pasarán más de una vez frente a las vidrieras de la emblemática Joyería Cormery, sin siquiera imaginarse que durante más de 20 años en ese amplio y glamoroso local funcionó Paddock, “el pub de Pilar”. Algo similar seguramente ocurre con quienes lo hacen por la calle Belgrano, frente al salón parroquial de la Iglesia Nuestra Señora del Pilar, donde también tuvo su cuarto de hora un icono de la noche pilarense: La Arquería, que bien merece su espacio en estos relatos evocativos de paradigmáticos negocios de esparcimiento en el Pilar del pasado reciente.
Pero volvamos a Paddock, su primer dueño fue Bocha Barrionuevo que abrió sus puertas en 1979. A fines de los ’80 vende el fondo de comercio a un notorio comerciante del rubro gastronómico de Pilar: Miguel Ángel Ambrossi, que también era uno de los socios de El Colonial. Siete años después un joven matrimonio de veinteañeros pilarenses se entera que Ambrossi quiere vender el negocio. Daniel Osvaldo Kathrein, transportista, y su esposa Noemí Ángela Ibáñez, quien por aquellos años tenía un quiosco en la Terminal de Ómnibus de Pilar. Como podrán notar los lectores, sin ninguna experiencia en el rubro de esparcimiento nocturno.
“Nos gustó la idea y nos tiramos a la pileta –recordó Noemí Ibáñez a Resumen-. Tuvimos el buen tino de contratar a los mozos que ya trabajan en el lugar: Jorge y Renato, a los que sumábamos mozos adicionales los fines de semana. En la cocina también tuvimos dos baluartes: Mónica Gandino y Cachito Edgar Sotar. El resto fue pura inventiva e imaginación nuestra”.
“Abrimos el pub en setiembre de 1988 y seguimos hasta abril del ’90, cuando le vendemos el fondo de comercio a una gente de San Miguel de apellido Ventura, que lo siguió manejando por poco tiempo porque la familia Cormery –propietarios del local- no les renovó el contrato, ya que tenían planificado refaccionar el lugar para instalar la joyería, tal cual como la conocemos hoy, mudándose de un local de menores dimensiones -también de su propiedad- ubicado en la misma cuadra”, contó.
Paddock abría todos los días de la semana a partir de los 6 de la tarde y cerraba pasada la medianoche, horario que se extendía a la madrugada los fines de semana.
“Fue el lugar elegido para lo que hoy los chicos llaman “la previa” –siguió contando Noemí- aunque también teníamos gente habitué que pasaban toda la noche en el local. Teníamos una capacidad para un centenar de personas sentadas, en la parte de abajo y también en un sector balconado por el cual se accedía por una escalera de madera. Abajo estaba la barra, el emblemático hogar ubicado en desnivel y un pequeño sector con cuatro “reservados”, a los que hoy se denominaría “sector vip”.
“Los viernes matizábamos la noche con espectáculos musicales donde pasaron artistas como César Banana Pueyrredón, Los Gatos, Samba Dois y también locales, entre ellos, el Pampa Telmo Pérez y Jorge Fontand que convocaban a muchos seguidores. También organizamos desfiles de moda los domingos en conjunto con las dueñas de la recordada Tienda Embrujo que estaba frente a nuestro negocio”.
Los últimos años fueron difíciles de sobrellevar por el matrimonio, que aquejados por deudas a causa de una inflación galopante decidieron vender el fondo de comercio.
“Fueron tiempos muy complicados, el alquiler se tornó impagable y decidimos vender, ya que el negocio hacía tiempo que había dejado de ser rentable –confesó a nuestro medio Noemí Ibáñez-. Además, yo estaba embarazada de mi primer hijo y quería estar en casa y dedicarme a preparar su llegada y posterior crianza”.
La noche había dejado de ser un trabajo placentero para el matrimonio Kathrein- Ibáñez, quienes encontraron un comprador de San Miguel, que como comentábamos estuvo poco tiempo ya que no se le renovó el contrato de alquiler. Quedó para los jóvenes comerciantes de la noche la experiencia de haberse dado el gusto de haber estado al frente de uno de los más recordados lugares de esparcimiento nocturno de Pilar y un cúmulo de anécdotas para recordar, como por ejemplo cuando se quedaban sin stock de cerveza Imperial, la preferida en aquellos años por los habitués.
“No querían tomar otra cerveza que la Imperial y a veces se nos acababa, entonces mi marido para no perder la venta, sacaba con vapor las etiquetas de los envases vacíos y se los pegaba a los de Quilmes. Nunca nadie se dio cuenta del cambio o al menos no lo hicieron saber”, refirió con ironía nuestra entrevistada.
Oscar Mascareño
4 comentarios:
Dejar un comentario