Viernes 03 de Mayo de 2024

24 de marzo y el torpe artilugio de querer borrar el pasado


  • Domingo 25 de Marzo de 2018
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Muchos de nosotros, los que de algún modo vivimos esos acontecimientos, lo recordamos vívidamente. La vida nos pintó canas, nos marcó la cara y nos dejó seguramente huellas dolorosas, pero conservamos la memoria. Muchos, una inmensa mayoría hemos decidido no olvidar, trabajar con ese pasado doloroso para no repetirlo. Algunos, una minoría, quisieran borrar eso que ocurrió y buscan mil y un ardid para lograrlo. Por ejemplo, se dedican a despintar pañuelos blancos en las plazas y sitios de la memoria y dondequiera que estén presentes. Torpes artilugios que los delatan especialmente, porque las madres de las víctimas de la dictadura se han convertido en un testimonio irrefutable de que la vida terminará siempre derrotando a esos heraldos de la muerte. Los dinosaurios Cuando Charly García escribía su famosa canción, muchos sabíamos a qué se refería, aunque la letra recurría a metáforas muy apropiadas para entonces y tal vez para ahora también. Señalando una concepción retrógrada, prehistórica podríamos decir, con perdón de la llamada Prehistoria que encierra secretos primigenios de la humanidad. En relación con nuestro país podríamos decir que la patria, la verdadera patria, padeció muchas veces el atropello de estos dinosaurios. Claro está que lo de 1976 no tiene punto de comparación. Este sábado se cumplen 42 años de ese tenebroso acontecimiento, cuando un puñado de ideólogos, civiles y militares se apropió del gobierno y adiós democracia, adiós legalidad, justicia, adiós respeto por el otro. Habrá quienes formulen pretextos para justificar su irrupción en un país con grandes dificultades pero que tenía mecanismos democráticos idóneos para resolver los problemas. Claro está, siempre es más fácil utilizar el crimen y la represión para ciertas mentalidades. Ahora caigo en la cuenta de que estoy hablando de mentalidades, acaso debería decirse concepción de la vida y de la historia o con un término no siempre bien utilizado, hablar de ideología, concepto muy interesante que nos permite atisbar detrás de ese muro de la sinrazón. Cuando nuestro país y el resto de los países de América Latina fueron eligiendo la democracia como principio y propósito fundacional (más allá de penosas claudicaciones circunstanciales) estaba proponiendo algo central en la vida de toda sociedad. Un tipo de gobierno y un estilo de vida que implica el respeto por el otro y una sociedad de iguales. Es cierto que en los hechos hubo y sigue habiendo grandes dificultades, mucha malversación de palabras, mucho atropello. Sin embargo, algo ha perdurado en nuestro pensamiento y en nuestras costumbres que hizo que llegaran miles y miles de seres humanos buscando aquí, en el sur del sur, un lugar para vivir y criar a sus hijos. Por otra parte, sabemos, sin embargo, que nuestros logros en esa materia no siempre nos conforman, pero esa tradición, al decir de José Luis Romero es una marca de origen que nos constituye. Un enorme retroceso Hay una unanimidad casi absoluta en el sentido de considerar que lo ocurrido en 1976 marcó un retroceso tan enorme que resulta difícil ponderarlo. La mayor parte de los que leen este texto saben que esa dictadura dejó miles de víctimas entre asesinados y desaparecidos, esa herida que cicatriza lentamente dejó lamentablemente, es cierto, a algunos nostalgiosos a los que hay que tener en cuenta. No podemos ser ingenuos. Además de los innumerables muertos y desaparecidos, hubo infinidad de hechos y circunstancias, que supusieron ataques feroces a nuestra cultura y a los ideales humanitarios que la constituyen. Quiero recordar dos que me parecen significativos. Uno de ellos ocurrió en el invierno de 1977, en la provincia de Tucumán, y pasó casi inadvertido para la mayoría de la población que disgregada por el miedo sólo quería sobrevivir y no pensaba en esos temas menores como pueden ser “preocuparse por el otro” y mucho menos si el otro es, un pobre, un excluido, en realidad me da vergüenza el comportamiento de tantos conciudadanos, pero los entiendo, el miedo opaca las conciencias y nos convierte en pretendientes de “dinosaurio”. Primero yo, y yo y los otros que se arreglen. La siniestra “redada” Era julio de 1977, mes en que el invierno castiga aún en las provincias del norte. Cuentan algunos memoriosos que ese año el invierno fue muy duro. El por entonces General Buzzi ejercía la gobernación de facto de la provincia y Videla, el dictador, había anunciado su visita. Obsesionado por las apariencias y sin una pizca de sensibilidad, se preguntó qué hacer con los muchos pobres que recorrían la ciudad, sobreviviendo de mil maneras, me refiero a un grupo de méndigos que formaban parte del paisaje ciudadano y que en general no molestaban a nadie. A nadie, no, a Buzzi le molestaba mucho el desorden y la suciedad. Si existían había que esconderlos y ¿por qué no hacerlos desaparecer? Hombres de acción sin duda se avocaron a la tarea y decidieron hacer una “redada”, no hubo mendigo ni pobre desamparado que escapara a la furia higienizante del gobernador. Los cargaron en varios vehículos, eso sí, antes quemaron los ranchitos donde se refugiaban y con su carga de miseria y desesperación cruzaron la frontera provincial hasta llegar a un desierto en Catamarca. Allí los abandonaron, todos murieron de hambre y frío salvo uno que pudo contar el cuento, ese personaje lleva el nombre de Clemente y aparece tanto en el cuento como en la película, años después, ciego y acosado por los recuerdos repitiendo sin cesar esos hechos. Confiando en el olvido y la indiferencia años después, ya en democracia, Buzzi que pretendía ser elegido gobernador, no contaba con que un joven Director de Cine salteño, Rolando Pardo, basándose en el cuento La Redada de Leopoldo Castilla que había sido escrito en 1977, cuando ocurrieron estos hechos, había filmado una película, llamada como el cuento La Redada, esta película rodada en 1987 llegó a las salas de exhibición en 1991. Por supuesto que estos episodios ficcionalizados ponen al descubierto una feroz realidad. Muchos tucumanos pudieron así tal vez hacer otra lectura de un discurso mentiroso que ocultaba esta y otras tantas atrocidades de aquellos años. La literatura y el cine, el arte en general, nos abrían los ojos respecto de esa de realidad blanqueada con cal, como aquellos sepulcros de los que habla la Biblia y opacada por la desmemoria que todavía tiene importantes partidarios. Las ideas no se queman El otro hecho al que quisiera referirme es a un episodio ocurrido en 1980. Fue entonces cuando la dictadura conocida por su desprecio por los intelectuales y por todo lo que implicara favorecer el conocimiento y el pensamiento crítico ordenó la quema de un millón quinientos mil libros, así como suena. Haremos algunas referencias respecto de lo ocurrido en esa oportunidad. Fueron 1.500.000 libros del Centro Editor de América Latina. El creador de esta editorial, Boris Spivacow, había hecho una obra formidable de recuperación de autores y libros que habían dejado de editarse. Títulos casi inhallables, colecciones que se vendían en los quioscos a un precio mínimo. Continuaba así con un trabajo de difusión cultural que había empezado algunos años antes en la Editorial Eudeba. Convencidos de que la lectura es mala para la salud espiritual y moral de los seres humanos, usando un término muy frecuente por aquellos años se pensaba que leer implicaba un potencial subversivo. Por eso hicieron estas tareas de “limpieza” sin experimentar el menor remordimiento. Boris Spivacow, que en su momento se había visto obligado a dejar la dirección de la Editorial Universitaria por él fundada, había aplicado en el ámbito privado las ideas que había puesto en práctica en Eudeba. Se trataba en este caso de El Centro Editor de América Latina. Riquísima experiencia editorial cuyos libros siguen aún poblando infinidad de bibliotecas con títulos y autores rescatados del olvido y la indiferencia. La publicación de fascículos, de volúmenes coleccionables y de ediciones de bolsillo llevaba la cultura no sólo a las librerías sino también a los quioscos de diarios de los lugares más alejados del país. La represión antidemocrática no toleró, sin embargo, este fenómeno. El 30 de agosto de 1980, en plena dictadura militar, en un terreno baldío de Sarandí una columna de camiones volcadores descargó (repito porque la cifra me espanta) un millón y medio de libros publicados por el Centro Editor de América Latina, a la vez que un grupo de represores, los rociaba con nafta y los incendiaba. Boris Spivacow estaba presente, junto a un fotógrafo para que la Policía Federal no fuera sospechada del robo de textos. Los más diversos autores y títulos fueron entregados al fuego por quienes pretendieron inútilmente exorcizar de ese modo, la libertad, el pensamiento y la democracia. Para evocar esos días aciagos hay infinidad de hechos que podrían englobarse con la idea de exterminio de quienes fueran sospechosos de tener ideas caratuladas con la curiosa etiqueta de subversivas. Con la restauración de la democracia muchas cosas se pusieron en claro, aunque el proceso de encubrir esa etapa de nuestra historia nunca dejó de tener defensores, no siempre a cara descubierta y cada tanto retornan con su carga de odio y resentimiento. Algunos piden la reconciliación, pero jamás se arrepintieron. Otros cuando las circunstancias los acercan nuevamente al poder, actúan para asegurar la impunidad y el olvido para los autores de tantos crímenes. Curiosamente no tienen respuesta cuando ven la presencia multitudinaria de miles y miles de ciudadanos a quienes ya no se puede amedrentar, ni engañar. Este 24 de marzo hombres y mujeres de todas las edades, darán su testimonio, le darán una vez más su apoyo a la democracia, que sólo sobrevive y se perfecciona donde hay Memoria, Verdad y Justicia. Elsa Robin   La chacarera del expediente Quiero compartir la famosa Chacarera del Expediente compuesta por Gustavo el Cuchi Leguizamón. El Cuchi Leguizamón conocía muy bien los vericuetos de la “Justicia”, pues era abogado y fue fiscal durante muchos años. Pero en esta oportunidad quisiera señalar un hecho importante. G. Leguizamón compuso la música de “La Redada” y además actuó en esta película haciendo el papel de un personaje llamado “Picaflor. Más de uno le reprochó su involucramiento en ese proyecto. Eso despertó sólo la sonrisa irónica del Cuchi que estaba más allá de estos planteos pueblerinos. Chacarera del expediente El pobre que nunca tiene ni un peso pa' andar contento ni bien se halla una gallina que ya me lo meten preso   El comisario ladino que oficia de diligente lo hace confesar a palos al preso y a sus parientes   Y se pasa las semanas engordando el expediente mientras el preso suspira por un doctor influyente Amalaya la justicia, viditai los abogados cuando la ley nace sorda no la compone ni el diablo   La tía vendió la cama pa' pagarle al abogado si algún día sale libre tendrá que dormir parado   El juez a los cuatro meses lo cita pa' interrogarlo como es pobre y tartamudo ninguno quiere escucharlo   Y la prisión preventiva dictan al infortunado que ya lleva un año preso hasta de dios olvidado   Estas son cosas del pueblo de los que no tienen nada esos que amasan millones tienen la casa rosada.

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