Sábado 27 de Abril de 2024

Payró, pintor de realidades


  • Domingo 14 de Abril de 2019
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No me cabe ninguna duda de que si a Roberto J. Payró le hubieran preguntado por su profesión, hubiera respondido inmediatamente: “periodista”, ya que a dicha actividad dedicó todos sus afanes desde muy joven. Payró había nacido el 17 de abril de 1867 en Mercedes, provincia de Buenos Aires. En 1889 (tenía 22 años) fundó en Bahía Blanca LA TRIBUNA, diario con el que tal vez ingenuamente pensaba cambiar la realidad. Fue una dura experiencia, que no lo llevó sin embargo a abandonar la profesión, y que germinaría con los años (1908) en los cuentos de Pago Chico. Estos cuentos nos muestran otra faceta de Payró, la del escritor. Su obra como narrador merece una consideración aparte. Bástenos por hoy recordarlo disfrutando de uno de sus cuentos en el que ejercita, a través del humor, una crítica aguda y desnudadora de ciertos vicios de la política argentina que presumiblemente no han desaparecido. El caudillo (fragmentos) Don Ignacio era hombre de la oposición en Pago Chico. Las autoridades lo miraban como su bestia negra, y el pueblo siempre descontento, tenía puestas en él sus esperanzas, seguíalo en todas sus empresas políticas, le daba a defender sus intereses. Sin don Ignacio, Pago Chico hubiera sido un cementerio de vivos: con él siquiera se defendía el derecho del pataleo. No era don Ignacio muy largo, pero algunos de sus correligionarios hallaban modo de  lograrle préstamos y donativos, ya para sus necesidades personales, ya para lo mismo, pero bajo el pretexto de gastos de propaganda. Él mismo se sometía refunfuñando, pues ¿cómo ser jefe de partido si se comienza por descontentar a los partidarios? Pero apuntaba... Su viejo cuaderno de notas tenía páginas como esta: Prestado al gordo, que está sin trabajo 5,00 Juan para la copa 0,20 Un letrero y una bandera para el comité 15,50 (...) Sumaba cuidadosamente don Ignacio estas partidas, que en tres años de oposición a todo trance habían alcanzado a formar una gruesa suma –cuatro o cinco mil pesos-, y no examinaba su cuaderno sin lanzar un suspiro y sumirse en profunda meditación.- ¿Quién pagará estas misas? -se decía. O conversando con sus tenientes, hablaba de la patria, de los deberes del ciudadano, de los sacrificios que hay que hacer en pro de la libertad, de la abnegación que exigen los partidos de principios, para terminar diciendo. –Yo soy el pavo de la boda (...) Acercábanse las elecciones; el gobierno de la provincia, preocupado por la importancia que iba tomando la oposición, había resuelto darle una válvula de escape, dejándola introducir algunos de los suyos en las municipalidades de campaña. Pero esta resolución no era conocida y la efervescencia popular continuaba a más y mejor. En Pago Chico preparábase un miti, un metin, o cosa así, que debía tener lugar en el antiguo reñidero de gallos, único lugar, fuera de la cancha de pelota, apropiado  para la solemne circunstancia, puesto que el teatro -un galpón de cinc- pertenecía a don Pedro Gongález, gubernista, que no quería ni prestarlo, ni alquilarlo a sus enemigos de causa. Llegado el día, don Ignacio –que había contratado la banda a su costa, hecho embanderar el reñidero, y comprado una docena de bombas de estruendo– esperó impaciente la hora de su discurso, un discurso ya mil veces repetido en todos los tonos, palabra más, palabra menos, durante sus tres años de caudillaje. Cuando subió a la improvisada tribuna, rodeábalo un pueblo vibrante y entusiasta que sólo pedía correr al sacrificio, a la lucha, al atrio, a las urnas: don Ignacio estaba radioso. Sus palabras hicieron el acostumbrado efecto arrebatador, especialmente cuando, con grandes gritos y violentos ademanes, reprodujo la frase: “Los mandatarios impuros que engordan a costillas del abdomen del pueblo, no pueden continuar un día más en el poder. El gobierno local tiene que entregarse a personas honradas que no roben, a hombres sanos que no se apoderen de las rentas, a ciudadanos que sean capaces de relamberse junto al plato de caldo gordo sin tocarlo con un dedo”. Los bravos, los vivas, los palmoteos estallaron como siempre, o por mejor decir, más que nunca. (...) -¡Ciudadanos! ¡Viva la honradez administrativa! ¡Vivaaa! ¡Abajo los espoliadores del pueblo! ¡Abajo! ¡Mueran! ¡Viva don Ignacio! ¡Viva la honradez! ¡Viva el patriota! (...) -¿Qué le ha parecido el métin, don Ignacio? –preguntábale por la noche Silvestre.  - ¡Oh magnífico! ¡Me ha costado más de quinientos pesos! (...) El jueves llegaron los delegados gubernistas de la capital para preparar las elecciones comunales del domingo. Apenas instalados trataron de provocar una entrevista con don Ignacio, para hacerle proposiciones. Pero Silvestre –la oposición dentro de la oposición- estaba allí oído alerta, ojo avizor, husmeando como politiquero de raza la componenda en ciernes. (...) Sin embargo la entrevista tuvo lugar, don Ignacio no pudo resistir a una transacción que lo llevaba de golpe y zumbido a la Municipalidad, que él creía tan verde aún, y el domingo siguiente resultó electo concejal, a pesar de los aspavientos de Silvestre, de los artículos –brulote de Viera- y la agria censura de gran parte de sus partidarios del día anterior. Llegado al Concejo, sus colegas gubernistas, dirigidos por los delegados de la capital –no era la primer zorra que desollaban estos- lo designaron para intendente. En una semana se habrá desmonetizado –decían aquellos profundos políticos. Pero la mayoría de los oficialistas protestaba irritada contra lo que consideraba una cruel e inmerecida derrota; en cambio el ex intendente, caudillejo él también, declaraba divertidísimo, que aquella evolución era “de mi flor”. -¿No le parece una barbaridá, Paisano –así le llamaban-, que hayan hecho intendente a don Inacio? El paisano sonreía, encendiendo el negro, y luego, sacándoselo de la boca, contestaba con toda calma, y no sin algo de burla: -¡Déjenlo pastiar qu’engorde! Y, en efecto, don Ignacio comenzó a engordar en la Intendencia, haciendo en ella lo que sus antecesores, y rebañando cuanto pesito encontraba a su alcance. Un día tuvo una grave explicación con Silvestre, que le echaba en cara sus procederes administrativos muy alejados de la honradez acrisolada que exigiera en tanto discurso, en tanta proclama, en tanta profesión de fe a los pueblos en general y al de Pago Chico en particular. -Mire don Inacio, ¡lo qu’est’haciendo es una vergüenza! Don Ignacio lo miró de hito en hito. -¿Y quéstoy haciendo, vamos a ver? -¿Quiere que le diga? ¿Quiere que le diga? ¡No me busque la lengua, canejo! - Decí, decí no más -¡Está robando como los otros! El caudillo estuvo a punto de pegarle, pero se dominó, tragó saliva, y cuando se creyó                              bastante dueño de sí mismo, dijo en tono convincente: -¿Y a mí quién me paga lo qu’hecho? ¿Y la platita que mian comido?... Y después de una pausa, más insinuante aún, confidencial y tierno, exclamó como quien esboza un sublime programa: - ¡Dejá que me desquite y verás qué honradez! Roberto J. Payró ‘El Caudillo’ es un relato extraído del libro titulado ‘Cuentos de Pago Chico’   Payró, Roberto J. (1867-1928) Escritor y periodista argentino. Fue uno de los fundadores del partido socialista argentino, del cual después se alejó. Escribió novelas, cuentos, obras teatrales e incontables artículos y crónicas periodísticas. Entre sus muchas obras recordamos: El casamiento de Laucha, Las divertidas aventuras del hijo de Juan Moreira (novelas), Cuentos de Pago Chico (cuentos) y Marcos Severi (obra teatral).

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