Por Gastón Bivort
Profesor de Historia
Director General del Colegio Santa María
El 23 de febrero se conmemora el bicentenario de la firma del primer tratado o pacto interprovincial, el cual, junto a otros como el tratado del Cuadrilátero o el Pacto Federal, formaron parte de los llamados “pactos preexistentes”, citados como antecedentes constitucionales en el texto del preámbulo de la Ley fundamental de 1853.
Este primer pacto entre provincias lleva el nombre de Tratado del Pilar ya que justamente fue celebrado en el pueblo y capilla del mismo nombre, ubicados en ese entonces a orillas del río Luján.
El Tratado del Pilar, celebrado por los gobernadores de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, fue consecuencia directa de la derrota del gobierno directorial, el cual pretendía imponer la Constitución centralista de 1819. Las provincias del litoral, comandadas por los caudillos gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos, López y Ramírez, habían rechazado esta pretensión por lo que enfrentaron y vencieron al Directorio en la batalla de Cepeda. A partir de entonces cae el gobierno central, dando comienzo a lo que algunos historiadores llamaron la “anarquía” o “secesión” del año XX. Buenos Aires se convirtió de este modo en una provincia más que, conducida ahora por su nuevo gobernador Sarratea, celebró el Tratado del Pilar con los gobernadores del litoral victoriosos.
En su disposición más importante, contenida en su artículo primero, hace referencia a que las partes contratantes se pronuncian “a favor de la federación” y, para concretar la organización nacional en base a este principio, se decide invitar a las provincias a que envíen representantes a un futuro congreso a reunirse en la localidad santafecina de San Lorenzo dentro de los 60 días de firmado el pacto. Vale aclarar que este congreso nunca se realizó y que habrá que esperar hasta el Congreso Constituyente de 1853 para que quede institucionalizada la forma federal de gobierno. Pasaron 33 años desde el tratado y ni “el más federal” de los gobernadores, Juan Manuel de Rosas, quien condujera la provincia de Buenos Aires y manejara las relaciones exteriores de la Confederación argentina por casi dos décadas, cumplió con el mandato de los pactos preexistentes (Tratado del Pilar y Pacto Federal). Tuvo que venir el, al decir de Rosas, “salvaje unitario y traidor” Urquiza, para tener una Constitución donde quedara plasmada finalmente la forma de gobierno federal.
Me estoy metiendo de este modo en las complejidades que debo analizar como profesional de la enseñanza de la historia, pero quería, antes de ello, referirme a la dimensión simbólica legítima que pueden encerrar algunos acontecimientos del pasado.
La Argentina, como país de inmigrantes que es, necesitó, hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, construir identidad nacional. Para ello recurrió a elementos de identificación con la argentinidad donde la historia cumplió un rol fundamental, unificando el relato para generar sentido de pertenencia. Bartolomé Mitre fue el principal exponente de esta tendencia, necesaria en ese entonces, pero que evidentemente obstaculizó el debate histórico y el análisis de la complejidad de los hechos del pasado. En virtud de esta razón fue que Mitre, refiriéndose al Tratado del Pilar, expresó que “es la piedra fundamental de la reestructuración argentina”, sobredimensionando la importancia del Tratado en pos del objetivo de construir identidad.
Creo que, salvando las diferencias, las autoridades de nuestra localidad revalorizaron y magnificaron desde hace unos años la importancia de este tratado debido a que con los cambios demográficos y urbanísticos propios de las últimas décadas, la identidad pilarense comenzó a desdibujarse. Bienvenida sea su reivindicación en pos de este objetivo; sin embargo, quiero aclarar que viví toda mi vida en Pilar, y que su conmemoración gozó siempre de una trascendencia relativa en sintonía con la importancia asignada por los historiadores.
Habiendo hecho esta digresión, debo continuar ahora con la complejidad histórica del tratado, que dista de ser idílica.
En primer lugar debo decir que no es correcto sostener que todas las provincias contratantes concurrieron voluntariamente a la firma del tratado ansiosas de concretar el ideal federal; recordemos que Buenos Aires se vio obligada a firmar por su derrota militar en Cepeda y que el nuevo gobernador, Manuel de Sarratea, fue impuesto por los caudillos litoraleños.
Los porteños habían considerado el tratado como una rendición incondicional y una capitulación humillante, quedando esto demostrado cuando, a poco más de un mes de su designación, Sarratea fue depuesto por una pueblada liderada por Balcarce que obligó al gobernador entrerriano Ramírez, a volver sobre Buenos Aires para reponerlo en su cargo. De todos modos, la vuelta al poder de Sarratea fue efímera; cayó definitivamente en el aciago episodio de los tres gobernadores del 20 de junio de 1820, mismo día que en la mayor pobreza y ante la indiferencia generalizada moría Manuel Belgrano, acontecimiento cuyo bicentenario se conmemora también este año.
Tampoco es correcto afirmar, a pesar de nuestro conocido slogan “Pilar, cuna del federalismo”, que el Tratado del Pilar es el primer documento público que hizo referencia a la voluntad de organizar el país bajo la forma de federación. Las instrucciones dadas por Artigas a los diputados de la Banda Oriental para que sostengan frente a la Asamblea del Año XIII (diputados que luego fueron rechazados por la postura centralista que prevalecía en la misma), denotaban sólidas convicciones federales y no sólo proponían, sino que no admitían otro sistema que no sea el de la federación o confederación.
Además consideraban que cada provincia tenía derecho a conformar su propio gobierno y a tener su propia constitución y que era indispensable que el gobierno de las Provincias Unidas resida en cualquier parte que no sea Buenos Aires. Considero importante señalar que en las primeras décadas del siglo XIX, los únicos hombres públicos que hicieron un estudio serio sobre el federalismo y que habían abrazado esta doctrina a partir del conocimiento de la Constitución de Estados Unidos y de la lectura de los teóricos del federalismo norteamericano, fueron el propio Artigas y Manuel Dorrego. Todos los otros caudillos provinciales que se decían federales poco sabían en realidad lo que implicaba una organización de estas características y se manejaron siempre en función de sus propios criterios e intereses.
Finalmente, llegamos a la gran paradoja que encierra la complejidad histórica de la firma del Tratado del Pilar, cuyas consecuencias distaron de lo esperado: Artigas, el caudillo oriental que marcó el camino de la federación, el que influyó sobre las provincias del litoral formando la “Liga de los pueblos libres” para oponerse al centralismo porteño, fue traicionado por López y Ramírez, quienes firmaron el tratado sin consultarlo desconociendo su liderazgo; sólo incluyeron en el artículo décimo la voluntad de comunicárselo invitándolo a adherir a él.
En su obra “Historia integral de la Argentina”, Félix Luna afirmó: “El Tratado del Pilar protocolizó el fin de Artigas en el litoral y elevó en su reemplazo a los que hasta hace poco eran sus lugartenientes, entonces más interesados en forjar un poder personal que en seguir las recomendaciones del protector. La federación por la que él había luchado era reconocida parcialmente en el papel, pero, paradójicamente, ese reconocimiento encubría su muerte real”.
Los hechos posteriores lo demostraron: luego de un duro cruce epistolar, Ramírez se enfrentó con Artigas a quien derrotó definitivamente en Las Tunas y Cambay. Pocos días después Artigas se asiló en Paraguay y desapareció para siempre de la escena política rioplatense.
Pero las consecuencias nefastas de la firma del tratado no acabaron aquí. Aquellos caudillos que parecía que sólo darían la vida por la causa de la federación, decidieron darla en realidad por el poder, y es así como los antiguos aliados, que no aceptaron quedar uno a la sombra del otro, se enfrentaron en Coronda. López destrozó a Ramírez, lo degolló y paseó su cabeza embalsamada por el litoral argentino como trofeo de guerra.
Es así que el “federal” Ramírez libró a Buenos Aires del mayor enemigo del centralismo, el también federal Artigas; al mismo tiempo el “federal” López había despejado el camino a los unitarios al eliminar a su antiguo camarada, el también “federal” Ramírez. Flaco favor le hicieron estos hombres a la causa federal.
Para terminar, y como conclusión, sugiero a los pilarenses que al cumplirse el bicentenario de la firma del Tratado del Pilar celebremos su dimensión simbólica (la identidad pilarense y el federalismo) pero al mismo tiempo aprovechemos para reflexionar y debatir sobre su complejidad histórica.
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