- Pilar, el lugar elegido
Nos situamos en 1630, la gobernación del Río de la Plata estaba en manos de don Francisco de Céspedes y reinaba en España y Portugal, Felipe IV de Austria.
Antonio Farías de Sáa, portugués radicado en la gobernación de Córdoba del Tucumán, tenía una estancia con hacienda en el pago de Sumanpa, donde había construido una pequeña capilla que puso bajo la advocación de la “Pura y Limpia Concepción de la Santísima Virgen María”. Con tal motivo escribió a un paisano residente en Pernambuco pidiéndole una imagen pequeña de la Virgen.
Atendiendo el pedido, el portugués de Pernambuco envió dos imágenes de arcilla bien acondicionadas, cada una en un cajón, para que no sufriesen rotura en el viaje. Una imagen era de la Pura y Limpia Concepción y la otra de la Madre de Dios con el Niño Jesús en sus brazos.
Las imágenes venían al cuidado de Juan Andrea, amigo de ambos portugueses, en el barco “San Andrés”.
Juan Andrea llegó al puerto de Buenos Aires en marzo de 1630 y con la ayuda del capitán Bernabé González Filiano pudo desembarcar las sagradas imágenes.
Después de procurarse un carretón, donde acomodó ambos cajones, seguramente, con otras mercaderías para comerciar aprovechando la oportunidad, más lo necesario para tan prolongado viaje y sumado a una caravana de carretas, en los primeros días de mayo estaba todo listo para emprender la marcha hacia las provincias del Norte.
Salieron de Buenos Aires por el “Camino Real”. Al atardecer llegaron a orillas del río de Luján, haciendo noche en la estancia de Rosendo. La casa de este se hallaba próxima al río, un poco al norte de la actual población de Pilar, en lo que actualmente es Zelaya.
A la mañana siguiente, cuando el sol despertó de su sueño a los troperos, trataron de proseguir su viaje. Era una clara mañana del 8 mayo.
El Padre Jorge María Salvaire, así relata lo sucedido: “El conductor de la carreta de las Sagradas Imágenes unció sus bueyes al yugo, y cuando atados ya al carretón intentaba seguir en su correspondiente lugar, he aquí que sucedió, que por más que hicieron conatos las robustas y pacientes bestias para arrancarlo del sitio, el vehículo se negaba completamente a rodar; cual si estuviera detenido por un estorbo insuperable o enclavado en la tierra por una fuerza invisible”.
No hubo manera de mover la carreta por lo que decidieron dejarla en ese lugar al cuidado del Negro Manuel. De este modo, la casa de Rosendo se transformó en el primer centro de culto a la milagrosa imagen.
De la existencia de la capilla nos habla el inventario practicado el 14 de febrero de 1645 en la estancia de Diego de Rosendo con motivo del fallecimiento de su padrastro, el capitán don Bernabé González Filiano.
“…Ítem, una casa de vivienda, sala con dos aposentos. Ítem, a las espaldas de la casa una Capilla pequeña, y en ella un Cristo Crucificado, de altar de una cuarta y una hechura de Nuestra Señora, de bulto, de barro, de altor de media vara....”.
Luego de unos años el Gobernador Martínez de Salazar decide cerrar esa zona del Camino Real, por lo que “por los años de 1670, la estancia de Rosendo se hallaba en un lastimoso abandono por el descuido de sus dueños, y así vino a quedar de consiguiente la Capilla de la Virgen María en despoblado”.
Esta situación de abandono llevó a Ana de Matos, propietaria de una estancia río arriba y devota de la Virgen, a pensar en erigir un oratorio en su propiedad y trasladar la imagen. Dos intentos fracasan, pues la imagen volvía milagrosamente a su oratorio original.
Ante esta situación, Ana de Matos sintió desconsuelo y no se animó a trasladar la imagen nuevamente. Se trasladó a Buenos Aires y dio parte de lo sucedido a las autoridades eclesiásticas y civiles.
Enterados el obispo fray Cristóbal de la Mancha y Velazco y el gobernador José Martínez de Salazar, decidieron ir juntos a cerciorarse de lo sucedido y a trasladar ellos la imagen. Partieron hacia lo de Rosendo por el Viejo Camino Real. Por el camino se le fueron sumando devotos enterados del acontecimiento.
Al respecto nos relata el Padre Presas: “Llegados al lugar y bien informados sobre la verdad del suceso, levantaron en andas la milagrosa Imagen, y formando una devota procesión cuantos al lugar habían concurrido, se trasladaron desde la estancia de Rosendo hasta la casa de la hacienda de Matos”.
“Una vez en casa de doña Ana de Matos, se colocó la santa imagen en un pequeño altar en uno de los aposentos, y el señor obispo dio facultad para que en él se celebrasen misas”, añade.
La probable insistencia de la Virgen era que quería estar con su fiel compañero, el Negrito Manuel. “Lo que atribuyeron unos a la decencia o reverencia con que ahora se había traído; pero otros, con más fundamento, a que en esta ocasión vino con ella el “Negro Manuel”, que era un devoto sacristán, lo que no había sucedido en las dos veces antecedentes, y aun en esta tercera hubo muchas dificultades que vencer. La Santísima Virgen quiso valerse de este cándido negro llamado Manuel, para propagar los cultos de la Imagen de Nuestra Señora de Luján. Todo su cuidado era el aseo de su altar, el encenderle velas y ungir con el sebo de su lámpara a los enfermos que venían a buscar en la Virgen su remedio y no pocas veces con efectos maravillosos”, cuenta.
Murió en opinión de santidad, por cuyo motivo es tradición que logró su cuerpo sepultura detrás del Altar Mayor del nuevo santuario que Ana de Matos edificó, descansando a los pies de su bien amada Imagen de Nuestra Señora de Luján.
La devoción a la Virgen de Luján se originó en nuestro partido y es sin dudas, el motivo de denominación de Pilar, Tierra Mariana, junto al nombre mismo de nuestra localidad.
En este año de pandemia se ha transformado en especial protección para todos los argentinos, que la tenemos como Patrona.
Profesora Silvia Villamagna
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