Por Mariángeles Castro Sánchez
Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral
Cuando acontecen sucesos como el de Villa Gesell nadie permanece indiferente: los consensos surgen de manera espontánea y todos coincidimos en plantear la necesidad de un cambio. Lo que sí difieren son los abordajes, los enfoques y las propuestas y, más profundamente, la propia formulación del problema y los análisis de las posibles causas.
Mucho se ha debatido por estos días frente a la dolorosa evidencia existente; aunque algunos continúen situándose en el rol del observador, sin involucrarse de manera genuina y sin percibirse miembros de una sociedad que contiene y alimenta el germen de la violencia. Y sabemos que cualquier transformación debe ser necesariamente precedida por una toma de conciencia.
El mes de enero se llevó la vida de Fernando, ultimado por sus pares en una escena dantesca, que hiere nuestra humanidad e interpela nuestra condición de ciudadanos adultos. Sin embargo, situaciones de esta índole -con distinto desenlace- se repiten semana tras semana en distintas localidades del país. Y más allá de lo registrado por los medios de comunicación y de nuestra impavidez de espectadores, en los boliches, hartos de alcohol, desinhibidos por sus efectos y desenfrenados por la marcha, encontramos a nuestros jóvenes. Expuestos a un abanico de tensiones, acosos, abusos y agresiones físicas, como parte de una lógica de la nocturnidad enmarcada en el consumo desmedido, los horarios extremos -reñidos con nuestra disposición biológica-, la acción en manada y la falta de controles. El resultado es una combinación explosiva que se exacerba en época de vacaciones.
Cuando la realidad nos sacude, como en este caso, buscamos la penalización de los autores y esbozamos, quizás, alguna responsabilidad concurrente que nos permite construir un relato coherente de lo acontecido y sosegar los ánimos. Al no vernos directamente implicados, expiamos las culpas y damos por cerrado el tema.
Sin embargo, no hay salvación individual en una sociedad enferma de violencia, en la que somos alternativamente víctimas y victimarios. Una sociedad que exhibe una doble moral: que socava, por un lado, las bases de las relaciones interpersonales y de los sistemas primarios de pertenencia, pero que frente a la tragedia consumada destaca la centralidad de las familias y sus funciones.
Esta ambivalencia habilita demonizaciones y discursos hostiles: “que los cuiden los padres”, “¿dónde estaban ellos?”, señalamos con dedo inquisidor. Y apuntamos de paso hacia quienes lucran con la nocturnidad, a los que fijan las normas y a las autoridades de aplicación. Tanto los crueles como los vulnerables son siempre los otros. Porque en la sociedad de la hipocresía seguimos mirando para otro lado.
Pronto nos conformamos con una visión edulcorada de los hechos que nos aleja de su verdadero alcance y de las vías de resolución alternativas. ¿Qué políticas públicas, qué leyes, qué apoyos a la educación familiar y a la crianza positiva deberíamos diseñar e implementar?; ¿qué medidas de regulación del escándalo de la noche y sus efectos deberíamos disponer para lograr, con el correr de los años, torcer hábitos tan poderosamente arraigados? Mientras tanto, la cultura de la muerte y la exclusión nos lleva puestos. En el actual estado de cosas, pasar de la impostura a la sensatez y de la negación al afrontamiento se ha vuelto, más que una necesidad, un ejercicio de supervivencia.
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