Por Gustavo Giacomo
"En un país marcado por la inflación y la devaluación, la educación financiera es todavía una cuenta pendiente". O sí, siempre que sea la mejor opción y no el resultado de un acto reflejo impensado o como refugio de valor ante el repetido miedo argentino a una devaluación.
En un país que parece saltar de crisis en crisis, educar niños que sean “nativos financieros'' debería ser un objetivo.
Criar personas que no tengan una relación culposa con el dinero, que no crean que ganarlo, invertirlo o usarlo sea mala palabra. La educación financiera es justamente entender cómo funciona el dinero, cómo administrarlo y tomar decisiones acertadas a la hora de invertirlo.
Criar niños y adolescentes que lleguen a adultos sabiendo leer la tan temida “letra chica'', sin pánico a ser engañados en cada firma que estampa en un contrato.
La educación financiera es una cuenta pendiente en la Argentina, donde todos somos directores técnicos, donde todos ejercemos la medicina a través de Google, donde se habla del precio del dólar tanto o más que de fútbol, donde la frase al salir de vacaciones es el que convierte no se divierte y donde las transacciones inmobiliarias se pactan en verdes billetes.
Un trabajo del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) y el Banco Central (BCRA) reveló que Argentina se ubica entre los países con menos conocimiento y actitud financiera. Un dato de color, paradójico si los hay, es que el conocimiento teórico sobre la inflación alcanza uno de los niveles más altos del mundo, siendo que el 91% de los argentinos contesta correctamente la pregunta referida al tema.
Es tiempo que haya una segunda vuelta de aquel intento de fomentar el ahorro infantil que vivieron nuestros padres y abuelos. Hay que remontarse a la histórica “libreta de ahorro'', creada en 1915 mediante estampillas que hasta se podían adquirir en las escuelas, para recordar una experiencia masiva similar en la que se buscó inculcar la formación financiera desde edad escolar.
Es verdad que las crisis cíclicas en las que recae el país, el estigma de una inflación que no cede, la poca o nula fe en el peso y el continuo cambio de reglas hacen un combo que transforma en difícil educar sobre bases sólidas. No somos gente de poca fe, hemos sufrido embates y machucones varios a lo largo de nuestra historia económica y financiera, digna de una panzada para cualquier psicólogo.
Porque son los más permeables a los cambios, a entender nuevas formas de pensar, porque llegan sin preconceptos ni miedos y porque demostraron poder abrir de par en par su cabeza a temas como tecnología, ecología, consumo consciente e inclusión entre otros tantos.
Es tiempo de ir más allá. En el colegio nos enseñaron a resolver problemas matemáticos y calcular cuánto gastó ‘Doña Rosa ́ al comprar 2 kilos de papas y 1 de mandarinas, pero no cuál sería la mejor forma de invertir las monedas y billetes que juntábamos en la alcancía, dinero que perdía valor en forma inversamente proporcional al ritmo en el que el “chanchito” se llenaba. Y cuando lográbamos que los ahorros hicieran tope, entonces el autito o la pelota habían triplicado su valor.
Esos analfabetos financieros de ayer son los que hoy corren tras la “zanahoria" de cuotas fijas, sin mirar más allá y sin poder analizar el dato verdaderamente esencial como es el Costo Financiero Total (CFT).
El tema está verde en Argentina. Aprender de los errores sigue siendo materia pendiente, educar para no repetir debería ser un objetivo. Ya que como dice el gurú de mercados Warren Buffet: “La educación financiera es un requisito básico como la ortografía o la lectura, al asegurar que “los riesgos siempre vienen de no saber qué se está haciendo”.
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