Hacía calor y era muy rala la sombra del montecito en que Francisco (Pancho) Ramírez había hecho montar su rústico despacho de campaña.
- Podría haberme quedado con López y cabalgar juntos hasta El Pilar mañana, con la fresca – le había dicho a su ayudante de cámara, un mulatito precoz y atrevido que no despreciaba probar las migajas femeninas que caían de la siempre bien nutrida mesa del general.
- ¿Y por qué no lo hizo, señor?-
- Porque yo tengo otras cosas que hacer en la villa y me resultaría un poco incómodo tener que darle explicaciones al santafecino. ¡Es serio como bragueta de fraile este López, che!
El mulato, con un jarro, fue echando agua sobre la espalda musculosa para que tomase lo más parecido a un baño ese joven que, pese a su edad, treintaitrés años, ya se había convertido en el representante de Artigas en la provincia de Entre Ríos.
- ¿Y puede saberse quien es la moza, mi general?
- No. No puede saberse. ¡La pucha que había sido curioso el negro! – sonrió Ramírez mientras se restregaba el cuerpo con una áspera esponja vegetal.
- Pa´mí que es la misma que lo cartea tan seguido y a escondidas - canturreó el mulato alcanzándole un gran lienzo para que se secase.
- Bueno, basta de charla y tráigame una camisa limpia- cortó el militar mientras bañaba su cuerpo con agua de Colonia.
El perfume siempre había sido una debilidad para Pancho Ramírez. Seguramente la había heredado de su madre, la Jordán, que fabricaba sus propias esencias con flores y especias allá, en Arroyo de la China, mientras criaba a sus numerosos hijos.
Indudablemente, el militar se preparaba para visitar a la muchacha que había conocido hacía ya más de un año, de paso por la villa del Pilar, y con la que intercambiaban cartas a escondidas del padre de la niña, el adusto Lorenzo López, hombre de estricta moral y escasas palabras.
En aquella oportunidad, Don Lorenzo lo había recibido en su casa y lo había homenajeado como correspondía a un representante del caudillo oriental. En esa oportunidad le ofrecieron una sencilla pero exquisita cena en la que su hija menor, la Chiquita, se había lucido con el postre de frutas y natillas.
Pancho Ramírez era adicto a los postres… y también a las muchachas bonitas. Elogió las natillas, pero más alabó las manos que las habían confeccionado. Luego, mientras fumaba un cigarro bajo la galería de la casona, a la vista de la dueña de casa, conversó largo y tendido con la muchacha.
Ella se sentía subyugada por ese paisano elegante que la doblaba en edad y del que su padre hablaba con admiración, pero sabía que estaba destinada a ser esposa de Ángel Ponce, un rico hacendado aún mayor que su propio padre. Tal vez por eso, cuando Pancho se despidió diciéndole “Escríbame, Chiquita. Me hará feliz recibir sus misivas”; ella decidió hacerlo furtivamente.
Durante un año se enviaron cartas con promesas de amor eterno. Las de ella eran sinceras, las de él formaban parte de las muchas que escribía para distintas mujeres.
En la última nota, recibida poco después de la batalla de Cepeda, donde López y Ramírez destrozaron al ejército directorial, Chiquita López le decía: “Tatita ha comentado que Ud. y el general santafecino se acercarán a Buenos Aires. No sabe cuánta ilusión me hace volver a verle, si se pasa por casa”.
El pedido era tan cándido y espontáneo que ni el mujeriego Francisco, habituado al reclamo de damas expertas en lides amatorias, pudo resistirse a la solicitud y, cuando Estanislao López le propuso citar en Luján al representante de Buenos Aires para firmar un tratado de paz, el joven y enamoradizo entrerriano lo convenció de que el encuentro se realice en la villa del Pilar, a orillas del río.
- ¡Pero si allí no debe haber ni una sala decente como para sentarnos a hablar! - protestó el santafecino, pero, hábil como zorro, Ramírez le aseguró que no sería conveniente convocar a Sarratea a Luján. Allí, el cabildo lo acababa de nombrar gobernador de Buenos Aires y esto lo haría sentir “como en casa”.
- Está bueno... Ya que usted no quiere que el porteño se asuste entre tanto gaucho armado, que sea en Pilar entonces- dijo López.
Por ese mutuo acuerdo, mientras el sol encendía el lejano horizonte, Francisco Ramírez, vistiendo uniforme militar, cabalgaba hacia la pequeña villa para encontrarse con una quinceañera por cuya inocente solicitud, el histórico pacto que se firmaría al día siguiente sería recordado como Tratado del Pilar.
- Espero que esta vuelta no sea una mujer casada, mi general - jadeó el ayuda de cámara mientras galopaba al lado de su jefe. – Algún día va a ganarse un tiro en la cabeza por una pollera.
- Mirá, si el balazo viene por defender a una mujer y no por querer sacársela a otro, será bienvenido el tiro - rió Ramírez presagiando tal vez su romántico final, cuando fue acribillado a tiros y lanzasos por rescatar a su mujer, Delfina, cuyo caballo había rodado mientras huían tras ser derrotados en la provincia de Córdoba.
Dejar un comentario