Promediaba la década del 60 y los recién llegados a la secundaria del Almafuerte, tanto las niñas como los “proyectos de hombre”, además de juntarnos los domingos en la plaza tras la misa de 11, comenzamos a “refugiarnos” antes y después de entrar al colegio en la Confitería Bariloche, que se encontraba ubicada en el primer piso de la galería Gran Pilar, por ese entonces una de las primeras del pueblo, justo en la esquina de San Martín y Bolívar. Junto al recordado cine homónimo.
Allí comenzábamos las tertulias de la adolescencia y se iban armando los primeros “filitos”, con una gaseosa de por medio, servida por el popular Alfredo “Abellay”, quien en más de una oportunidad nos hacía de cómplice cuando se armaba un noviazgo, algunos de ellos que perduraron.
Un día muy especial y ya nosotros de vacaciones de verano, un grupo de amigos de la barra de Pilar, pero de los más grandes, los que hoy peinan –o no– más canas que nosotros y otros que ya no están en este bendito mundo, encabezados por un pilarense de los NyC y otro por adopción, que pusieron algo de dinero y mucho de coraje, Alfredo “Fredy” Llosa y Rodolfo Mego, decidieron nuclearlos a todos en un reducto que los fascinaba. En un terreno de la calle Bolívar, del otro lado de la plaza de donde estaba la Bariloche, montaron un precioso quincho, muy coqueto por cierto y adornado con el gusto característico de los primeros dueños. Se levantó así Cuernavaca, “Huuy”, como le decían todos.
Allí comenzaron los primeros encuentros por enero y febrero del ’66, hasta que en marzo se inauguró oficialmente. Anécdotas sobre este lugar que llegó a ser famoso no solo en nuestra zona, sino que recibía a jóvenes de las más remotas ciudades de la provincia y por supuesto del gran Buenos Aires y la Capital Federal que sábado a sábado visitaban Pilar llevándose, algunos, una novia que más tarde se convertiría en esposa y luego en familia.
En ese entonces nosotros estábamos en la intermedia, eramos grandes ya para “la Bariloche” y creíamos que podíamos acceder al flamante lugar, aunque para eso éramos chicos.
El primer tropiezo lo tuvimos apenas abrió sus puertas Cuernavaca. Un sábado, tras transcurrir las “arduas” semanas de estudio y los encuentros en la confitería del primer piso, un grupo de amigos encabezados por Jorge “Pulga” Alberini, a pesar de nuestros apenas 15 años, nos animamos a traspasar la puerta del quincho de “Cuerna”. Era temprano y recién aparecían los primeros “parroquianos”, entre ellos el primo mayor de Pulga, Hugo Dante Alberini, otrora famoso corredor de autos, su amigo y compañero de ruta Nando Arana y, recuerdo, en el extremo izquierdo de la barra, otro “cabezón” como le decían los amigos, de su edad, el hijo del recordado dueño del bar de enfrente a la estación del ferrocarril, Puchi” Samatán, quien cuando nos vio entrar, aludiendo a los horarios de clases del Colegio Almafuerte con vos firme y gruesa nos increpó con un “Infantil es a la mañana…”.
La frase salvadora fue inmediata y vino precisamente de aquel “play boy” pilarense, tal como lo veíamos nosotros, Hugo Alberini quien le respondió sin dirigirse a su amigo y en relación directa a nosotros, “pasen chicos, que vienen con mi primo”.
Sin más trámite y perdiendo la adorable vergüenza quinceañera, todos nos sentamos junto a la barra mientras que “el hombre grande”, que rondaba por ese entonces los 30 y pico, nos decía: “Qué toman chicos”, sirviéndonos de inmediato el “barman” una bebida cola que por ese entonces distribuían los Hermanos Guida.
Esa fue nuestra “carta de presentación” en el boliche más tradicional de Pilar. A partir de allí, nunca más lo abandonamos, hasta que la vida nos trajo un amor y ese amor nos unió para formar una familia y darle a Cuernavaca los hijos que cuando llegaron a la adolescencia, tampoco la abandonaron.
Foto: Omar Bouvier - Pilar en el Recuerdo
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