Por el concejal Adrián Maciel
En materia de accidentes de tránsito, el año 2018 arrojó en Pilar cifras preocupantes. Un total de 36 personas murieron en las calles y rutas del distrito, el número más alto registrado desde 2011. En este 2019, la realidad tampoco es alentadora. En los primeros tres meses del año ya son seis los fallecidos en accidentes viales en territorio local.
No obstante, por más rotundas que sean, las estadísticas nunca alcanzan a graficar el verdadero impacto que un episodio de esta naturaleza tiene en la vida de los protagonistas. Es mi propia historia la que me lleva a esta aseveración. La misma que comenzó a contarse de nuevo en 2008, luego de accidentarme en el centro de Pilar (en la intersección de 11 de Septiembre y Baigorria) mientras conducía un cuatriciclo. El hecho se tradujo en un hematoma subdural, una fisura de base de cráneo y un paro cardiorrespiratorio. Por delante me esperaron 27 días en coma, tres meses en terapia intensiva, otros tres en terapia intermedia, más de un año de recuperación, una craneoplastía y secuelas que llevaré toda mi vida.
Si de enumerar las causas se trata, la falta de casco, el exceso de velocidad, un lomo de burro no adecuado y sobre todo la imprudencia, hicieron un cóctel casi mortal. El orden de los factores -o la suma de ellos- en mi caso, no alteraron el producto, sino que hicieron un todo. En el mismo sentido, las medidas para mejorar la seguridad vial tampoco deberían ser analizadas ni mucho menos implementadas como fenómenos aislados, sino como parte de un conjunto que nos acerque a conseguir cambios de conducta duraderos al volante.
Con esta convicción, en 2014 ya como concejal de Pilar, elaboré el Programa de Seguridad Vial que, entre otras normas, reglamenta la construcción en el distrito de reductores de velocidad con determinadas características: 4 metros de largo con rampa ascendente y descendente, y centro corrugado de 20 centímetros de alto. Para dicha propuesta contamos con la opinión del Centro de Estudios y Seguridad Vial (Cesvi).
Por otra parte, al año siguiente impulsé la ordenanza que establece la prohibición de suministro de combustible a conductores o acompañantes de motos que no cuenten con el casco reglamentario.
Ahora bien ¿son éstas las soluciones a los problemas de seguridad vial? Claro que no. Son medidas que en forma aislada no resuelven la problemática, pero son aportes que en su conjunto forman un todo para un resultado superador.
En la misma línea, sería oportuno preguntarse: ¿fueron en su momento la obligatoriedad del uso de cinturón de seguridad o la del uso de casco, en el caso de los motociclistas, la solución para las víctimas fatales? Medidas que, además, tuvieron que sortear la oposición de los infaltables argumentadores seriales “en contra”, que en su momento aducían falta de reflejos, el peligro de quedar atrapados en el vehículo ante un eventual incendio. Desde ya, la respuesta también es negativa.
Asimismo, en lo que a seguridad pública respecta y por citar un ejemplo, la posible delimitación de zonas en las que se prohibiría la circulación de motos con dos ocupantes (el proyecto ya cuenta con la media sanción de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires) en forma aislada tampoco resolvería la inseguridad, pero sumado a otros recursos como las cámaras de seguridad, los controles de tránsito, los identificadores de patentes y el uso obligatorio de chalecos para los motoqueros, entre otras, nos brindaría un elemento más para la prevención y disuasión de esta modalidad delictiva. En definitiva, hablamos de medidas paliativas hasta tanto el Estado tenga la capacidad de afrontar la verdadera solución tanto en materia de seguridad pública como vial, que es la educación.
Precisamente, entendiendo la importancia de abordar el problema de fondo, desde nuestro espacio impulsaremos que el nuevo Código de Faltas tenga para los pilarenses un espíritu más educativo que punitivo. De modo tal, que cometer infracciones conlleve a la realización de actividades concretas, ya sea meramente formativas, como asistir a charlas sobre educación vial, o bien reeducativas a través de la reparación del daño realizado mediante acciones que contribuyan al bien común.
En fin, que el “todo” al que hacemos referencia no se reduzca a la suma de una serie de normativas más o menos efectivas, sino que sea aquel cambio cultural profundo que nos lleve a la internalización de conductas responsables y duraderas como conductores.
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