Cuando la conducta había que probarla
En una mañana gris de sábado, luego de recorrer la bandeja de entrada de mi correo electrónico que mucho no manejo merced a mis 70 y pico, me senté en el escritorio para hacer el combo más preciado y más soñado de todo editor: meditar, recordar y luego, escribir para contarlo y compartirlo.
Inmediatamente vinieron a mi memoria los gloriosos y tan deseados años de los 18. La época en que, como creíamos, empezábamos a ser grandes. Grandes para salir porque ya podíamos ingresar a cualquier lugar de diversión sin impedimento alguno, podíamos manejar sin problema porque teníamos registro de conducir y hasta podíamos ser "custodios" de alguna damita menor que llevábamos al baile y si caía en ese entonces, la Brigada de San Martín, quedábamos afuera de la redada y podíamos ir a su casa a avisarle a los padres que la nena estaba en la comisaría.
Y, hablando de comisaría y de registro de conducir, no podemos dejar de recordar cuando en aquellas épocas en que, recién salidos de la secundaria, pasábamos por el trámite más esperado: sacar el registro para que nuestros padres nos dejaran manejar tranquilos. Eso si, lo de prestar el auto, era otro tema más que aparte.
Lo primero que teníamos que hacer, y lo hicimos, era concurrir a la comisaría que en ese entonces estaba en la calle Lorenzo López a metros de la plaza y al lado de la cochería del recordado Jacinto Ponce de León, ya en manos de sus hijos Beto, July y Pato.
Recuerdo que con un susto mayúsculo, ya que soy de la generación de los que todavía respetábamos a las autoridades, tengan el uniforme que tengan, acudí a la seccional para pedir, con respeto y timidez, el certificado de "buena conducta". En él las autoridades reflejaban precisamente nuestro historial de conducta, nuestros antecedentes penales, si los había y nuestras entradas a la comisaría, si existían.
Pero mi timidez fue acercándose a sustazo, por no decir otra palabra fea como dicen mis nietas, cuando estaba esperando que me entregaran el certificado y apareció una señora llorando y muy nerviosa.
La atendió un recordado servidor público pilarense, que prestó servicios en Pilar durante muchos años. No recuerdo su nombre pero su apellido lo tengo grabado en mi memoria. Se llamaba Alcalde y no era "precisamente Lorenzo López", sino que era un agente de policía que a la hora de actuar ponía sobre la mesa, lo que había que poner. Así lo prueban en su memoria varios malvivientes y familiares de los que quebrantaron la ley en mayor o menor medida.
Volviendo a la señora que lloraba, el motivo de su angustia era porque su hijo algo más que adolescente, le había pegado. Fue entonces que Alcalde reaccionó inmediatamente y le solicitó a uno de sus agentes que acompañara a la vecina hasta la casa a buscar al hijo.
Temblando como una hoja y extenuado por la espera, sentado en la sala de la seccional, veo entrar al agente, a la madre y al hijo y allí fue que mi temblor o mejor dicho mi..., digamos susto, llegó a su nivel más alto. El amigo Alcalde casi a los empujones lo hizo pasar a un pasillo interno que había en la comisaría vieja, entre la guardia y el despacho del comisario, donde salían dos pasillos uno a la izquierda y otro a la derecha que conducían a los calabozos pero que no se veían desde la guardia.
Una voz fuerte y sonora que aún resuena en mis oídos dijo "así que vos sos macho y le pegas a tu madre", ... plaf, plaf plaf. Fue semejante el ruido de las bofetadas que recibió este joven mal arriado, que yo creo que en su vida, tras este episodio, volvió no solo a pegarle, sino a mirarla mal a su madre, creo que se curó como se decía "para toda la cosecha".
En fin, sin juzgar si estaban bien o mal esos métodos, lo que si podemos decir es que en muchos casos, eran más que efectivos.
En mi caso por lo menos me enseñó que a la policía había que respetarla, no por su fuerza o prepotencia, sino por el simple hecho de su función específica de cuidar el orden de nuestras familias, nuestros vecinos y nuestra comunidad.
Así fue que calladito, algo cabizbajo, me fui para mi casa con la alegría de tener el certificado de buena conducta otorgado por la policía de la Provincia de Buenos Aires en mis manos y al llegar a casa, recibí el abrazo y el cariño de mis padres que me otorgaban el otro certificado que si bien no había que presentarlo en ningún lado, era el necesario para ser feliz y ser querido por la sociedad en la que vivíamos, el de ser buen hijo.